miércoles, 4 de febrero de 2009

Siempre mordemos en el decimosegundo

El próximo minuto será otro día. Dentro de sesenta segundos en todos los relojes de este lado del mundo, leeré otra hora diferente de un día diferente que no conozco. Sin embargo, aquí donde estoy, en esta semihabitación oscura con aspecto de vestuario, huele a quemado, huele a tiempo quemado, mañana huele a chamusquina. Detrás, detrás de la cortina espera mucha gente, una multitud sin nombre, muchos que jamás he visto, otros a los que he visto demasiado y jamás me han visto y otros que me han visto muchas veces pero nunca me han mirado a los ojos. Todo eso, mañana y el resto mundo, lo conozco perfectamente y conozco como huele.

No es el escenario que hubiera preferido. Mañana, es decir, dentro de un minuto, me toca luchar contra el pasillo, contra las butacas, contra los que me sigan a la espalda, contra las gomas, los escalones, la tela, los hombres, las mujeres, las luces y las sombras, contra las esquinas. Igual que Sugar Shane, ahora comparto con él la antecámara, el instante previo, comparto el pasillo, las gradas, los que nos siguen a la espalda, las gomas elásticas, la lona, las miradas con odio, las cicatrices, las esquinas.

Ya no están de moda todos mis modales, no recebí una educación cuerda, no fuí educado para practicar el cainismo y aquí, en el vestuario, los segundos pasan y cuando quedan tan solo treinta segundos toca que me levante, como Sugar Shane, que me desabroche la camisa, que me ponga a tiro el pecho, que estire un poco. Las puntas de los pies empiezan a bailar lentas, levantándose del suelo y cayendo luego lentamente. No fuí educado para practicar el cainismo.

El último minuto antes de mañana es un minuto triste, pero siempre ganamos en el decimosegundo, incluso cuando perdemos.