El hombre que se sentó delante era alguien con un rostro igual al de Al Neri. Quizás lo fuera, aún ahora no lo sé bien, no dijo una sola palabra. Lo mismo hice yo. En la cena, ni él ni yo éramos anfitriones. Éramos, quizás, invitados. Y digo quizás porque no sé muy bien si la anfitriona nos había invitado, pero allí estábamos, con toda la demás gente. No quiero decir que nos hubiéramos autoinvitado ni que no fuéramos bienvenidos. Nos sentíamos, aún sin decir una sola palabra, muy cómodos y muy bien recibidos por toda esa camada de gustos más o menos sencillos.
Las chicas llevaban tejanos ajustados y los hombres iban despeinados. Portaban comida y bebidas varias en las manos además de hierba que acababa en humo en el techo del comedor. Eso nos abría el apetito. Pero apreté el estómago para que pasase el hambre.
Me senté a la mesa y me desabroche el chaleco colocando recta la espalda en mi silla. A mi frente se sentó aquel parecido a Al. Nos pusieron un plato sobre la mesa. Los dos miramos lo que había en su interior y descubrimos un buen montón de comida rara. Decididos a tomarlo todo cogimos los tenedores a la vez, él con su izquierda y yo con la mía. Un instante antes de probar nuestra comida alguien desde una habitación comenzó a gritar. Aquella chica estaba como loca. Lloraba. Gritaba. Golpeaba las paredes deseperada. Todos corrieron a la habitación a ver lo que pasaba. Desde la mesa, con los tenedores sobre el mantel, el supuesto Al Neri y yo giramos nuestros oídos con sutileza en dirección al pasillo, pero sin mover un solo dedo.
Hablaban ahí dentro. Alguíen preguntaba: ¿qué ha pasado? y otro alguien contestaba. Los ánimos se iban calmando pero cada vez más eran lo que lloraban ahí dentro.
Nosotros cogimos nuestras servilletas, nos limpiamos bien la comisura de los labios. Con los platos intactos me levanté. No tuve ocasión de dar las gracias a nadie. Tras de mí se levanto el supuesto Neri y salí de aquel piso.
martes, 23 de febrero de 2010
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